Ultimátum |
Después Un guerrero entre halcones y Muero y vuelvo, Rafael Guerrero ha seguido fiel a su estilo con su última novela, Ultimátum (Círculo Rojo, 2015). Está escrita, como las otras, en primera persona y sin dejar de lucir su tarjeta de presentación por delante: es una novela de detectives escrita por un detective real. Y se nota.
Al fin y al cabo, Rafael Guerrero sabe bien de lo que habla. Y de lo que escribe. Es de agradecer la verosimilitud con la que presenta sus tramas, poco dadas a numeritos hollywoodienses y a gatillos fáciles. Y lo cierto es que los escenarios por los que discurre hubiesen tentado a más de uno a sumarse galones de intrepidez: la bella, sucia y, siempre sospechosa, Palermo, y nada menos que Siria, en plena guerra civil.
Aunque en Ultimátum se intuyen las pistolas que esconden los tipos duros, a la hora de la verdad no se disparan, bajo premisas mucho más pragmáticas que morales. Al fin y al cabo, en el mundo (real) una bala de más suele costar dinero, ya sea para tapar bocas o suturar arterias. Y es, precisamente, ahí donde mejor se maneja nuestro detective, en los arrabales de una moral habituada a las pequeñas miserias humanas, a los celos, a las cornamentas y a las medias verdades.
Como mandan los cánones del género, el autor se apoya en un estilo seco, tan generosamente cínico con la sociedad que le rodea, que raro será que no levante la sonrisa del lector. Pero el ojo clínico de la profesión también asoma con descripciones precisas y acopio de datos de contexto, acaso única salvaguarda de objetividad y orden que queda entre tanta patraña.
Pero esa coraza de acero con la que se cubre el protagonista deja entrever un punto débil, una nítida diana de latón, que suele atraer, claro está, a mujeres complicadas. De hecho, es, precisamente, la luz del placer, la del brindis por la vida, la que enfatiza las sombras de la novela como única válvula de escape posible frente al sinsentido o la simple y llana idiotez.
Así, la sensación de azar, de absurdo, de dejarse llevar, queda bien descrita con el «qué pinto yo aquí» que más de una vez deja entrever el protagonista. El mejor ejemplo es el ataque de misiles al que sobrevive en Siria, tan poco heroico y azaroso como cualquier tragedia cotidiana que implica una guerra civil. Con resignada elegancia, nuestro detective acepta que siempre habrá alguien jugando a los dados (o a los misiles, o al amor, o a los negocios) por arriba. Pero, total, a algo hay que jugar. Y hay que reconocer que esta vez la partida ha tenido su gracia.