Cada cierto tiempo, coincidiendo con épocas de sequía creativa las más de las veces, se pone de moda entre críticos literarios, editores y, empujados por estos, también escritores la etiqueta de novela psicológica como si el resto de producciones se hubiera pergeñado con los pies y estuviera destinado a leerse con las rodillas.
Me van a perdonar esta boutade de inicio pero es que a base de leer uno se da cuenta en seguida de que novelas psicológicas los son todas, tanto en ámbito de la ficción como de la no-ficción (crónica, ensayo, biografía, memorias, relatos, etc.) aunque los autores solo le haya dado una única vuelta de tuerca al cerebro.
Y si nos referimos al género que nos atañe hoy, el negro o noir, a poco que hayan devorado unas cuantas historias de polis, detectives privados, periodistas preguntones, agentes de seguridad pasados de rosca, espías y demás calaña investigadora esa condición de psicológica cobra mayor relieve Por no decir que, si algo distingue este escondite para desencantados es la urdimbre que la mente genera ya sea en el perfil de los personajes (de los malos, de los buenos y de los que se balancean sobre la delgada línea), en sus motivaciones racionales y emocionales, en el método deductivo que se emplea para resolver los casos, en la nula o mucha empatía que protagonista y antagonista despiertan o en la omnipresente crítica social contra el sistema y la denuncia de los abusos que unos ejercen contra otros.
“El Criadero”, la obra de Gustavo E. Abrevaya que tengo el gusto de presentarles, es por tanto una sólida y original novela negra, una desconcertante novela psicológica y yendo un paso más allá, una muy inquietante novela psiquiátrica (no por casualidad el que la firma ejerció ese oficio). En ella se despliega desde las primeras líneas un catálogo tal de taras mentales y comportamientos enfermizos –y criminales-, que aparte de atemorizar, engancha y revuelve.
El ambiente que describe y la atmósfera que se respira hasta la asfixia están muy logrados: aislamiento, opresión, intimidación, miedo, endogamia, caciquismo y servilismo, nepotismo, omertà, brutalidad y crueldad. Una apabullante e impune crueldad.
Entronca en este sentido con el tremendismo de Camilo José Cela en "La familia de Pascual Duarte"[1] y con el descenso a los infiernos del Dante Alighieri en busca de su Beatriz. De hecho, los protagonistas de "Criadero", Álvaro y Alicia, bien podrían definirse como un trasunto del poeta encarnado en director de cine independiente y de su amada/musa en esta versión argentina de la “Divina comedia”[2]. A cada paso que avanzan en ese pueblo perdido de “Los Huemules” se adentran inexorable y trágicamente en el siguiente anillo del Averno.
A los mencionados huemules (ciervos andinos) ya extintos en la zona los oriundos los sustituyen por criaturas con discapacidades físicas y mentales, a unos y otros los cazaban y cazan tras una agónica suelta y persecución. Es un deporte macabro e inmoral que arraiga en las tradiciones y locura colectiva de una población tan asustada como podrida, corrupta y salvaje.
Esa degradación se refleja en los delirantes soliloquios justificativos de esos paisanos y en los diálogos frescos, ágiles, verosímiles que mantienen con el de fuera, el intruso. Eso imprime un ritmo trepidante en la narración en contraste con el tempo lento y aplastante que se cierne sobre los personajes condenados de antemano.
Se trata de una suerte de road movie que se queda quieta en el espacio y retrocede en el tiempo. Un virtuosismo achacable al autor y su juego de luces y sombras, sobre todo de sombras y al anochecer, cuando no es recomendable salir de las Casas ni ser testigo de las cacerías, ni víctima de la barbarie ni presa de los perros cimarrones en el desierto del abandono. Perros que uno duda si también esconden un alma más humana que la de los energúmenos que los alimentan.
Así pues, el desenlace se convierte en una orgía y aquelarre del mal, en el mural pintado del cotolengo -que un capítulo disecciona- hecho carne. El fatal destino empuja a los figurantes precipitándolos hacia su vacío particular: un basurero, el mismo donde empieza la crónica. La frenética quietud, el silencio comprado e impuesto, estalla como si una bala disparada a bocajarro reventase un cráneo y el espectador se diese cuenta en ese instante de que no está viendo una película, se está viendo a sí mismo.
Violencia, furia, venganza, religión, fanatismo, conversaciones a calzón quitado, la cruda verdad grabada en vídeo destapando la orquestada mentira, la negociación a vida o muerte porque ya no queda más salida que esa: perecer matando y esperar un milagro o que la historia juzgue a ese agujero maldito y caiga sobre los verdugos -esos guerreros de dios voraces, sanguinarios, despiadados, descerebrados- otra maldición mayor, un castigo comparable al que ellos infligen cuando acometen una impía limpieza étnica en nombre de un dios malinterpretado y ausente.
Y resulta que esa divinidad, la que por fin intervendrá y se pondrá del lado de los justos e idiotas, del incrédulo y del mongólico hijo del pecado que lo acompaña, no será otra que una magnífica bestia de proporciones casi mitológicas que a cambio de un cadáver, de una renuncia, para contener a sus huestes protegerá a quienes huyen con las pruebas. Un dios cimarrón de cuatro patas, amo del desierto, inconsciente y a la vez sabio.
Y entonces comienza otra nueva novela, más esperanzadora y psicológica, a bordo de una Chevy cupé que aúlla a 150 kilómetros por hora rumbo a la civilización.
[1] Enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/La_familia_de_Pascual_Duarte
[2] Enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/Divina_comedia